miércoles, 2 de marzo de 2011

Informe Racismo y Xenofobia en Argentina/Racismo, Sociedad y Política en Argentina/Rubén Liggera

Racismo, Sociedad y Política en Argentina

Por Rubén Américo Liggera*
(para La Tecla Eñe)


Desde la invasión española en América el prejuicio racista tiene que ver con las relaciones de poder político y de control económico y social. Es decir que, desde el fondo mismo de la historia, en nuestra Argentina, hemos vivido períodos de violencia que fueron variando de forma y virulencia según las circunstancias.
Los hijos de la tierra fueron sometidos por la maquinaria bélica europea para efectivizar su insaciable rapiña en las minas de Potosí. Más al sur, la Ciudad de los Césares no fue más que un espejismo. Sin embargo, el criollo, descendiente de aquellos pueblos originarios hacia los días de la independencia no formaba parte de la gente “decente” o “vecinos” con capacidad de decisión. Pero como siempre el pueblo “quiere saber de qué se trata” se hizo presente en la plaza para presionar a los cabildantes.
Los esclavos traídos desde Africa por traficantes ingleses y portugueses hasta Colonia del Sacramento, a falta de explotaciones intensivas se transformaron por estas costas en diligentes sirvientes de la burguesía comercial rioplatense.
Indios, negros y criollos pobres en el Río de la Plata conformaron la escala social más baja de la sociedad. Y aunque la Asamblea del XIII había terminado con la esclavitud los afroamericanos continuaron siendo discriminados.
Políticamente, descendientes de estas clases sociales apoyaron luego la causa federal; ante participaron activamente en los ejércitos libertadores. Leales al “partido americano” vistieron la divisa punzó en las guerras civiles contra los representantes del “partido europeo”. La chusma iletrada, los gauchos, los indios, negros y mulatos advirtieron prontamente que Rosas y los caudillos provinciales eran los líderes populares que representaban sus intereses contra el centralismo porteño.
Desde 1820 a 1852 la taba cayó suerte y a veces culo para el paisanaje y sus conductores, pero el período rosista significó en los hechos el más alentador para las clases bajas. Civilización versus barbarie fue el denominador común de intensas y diversas maneras de enfrentamiento entre los defensores de un federalismo popular y un centralismo elitista.
Después de 1853, ya dictada la Constitución Nacional, las guerras intestinas continuarán hasta mucho después de la anexión de Buenos Aires a la Confederación Argentina. La llamada “organización nacional” se conquistará a sangre y fuego, porque para educados como Sarmiento la sangre de gaucho no valiera un pito…
“Gobernar es poblar” fue el lema generacional imaginado por Alberdi. La inmigración europea, entonces, irá conformando en el imaginario argentino aquello que dice que “descendemos de los barcos”. Acerca de este mito nacional del “crisol de razas” resulta muy esclarecedora la investigación de Ezequiel Adamovsky en Historia de la Clase Media Argentina. Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003 (Bs. As., 2009)
Adamovsky habla de un “ciudadano ideal” en estos términos: ”Todos estos mensajes/ culturales, implícitos y explícitos/ (…)realizaron verdaderas ´operaciones de clasificación´ que apuntaban a crear o reforzar jerarquías sociales y contrarrestar los vínculos de solidaridad que se estaban creando entre gente de diferente condición y los sueños de una vida nueva que a menudo los acompañaban. Parte de estos mensajes involucraron la creación y difusión de una imagen del argentino ´ideal´, un modelo de lo que cada uno debía ser y cómo debía comportarse. El ciudadano ´correcto´ era el que dedicaba sus mayores esfuerzos a su bienestar material y al progreso de su familia”…Era el que accedía a determinado nivel de consumo, era capaz de comportarse como alguien “civilizado”, participaba en política correctamente. En esta sociedad machista (otra forma de discriminación agregamos nosotros) la mujer ocupaba en este ideal un lugar secundario ocupándose del hogar. Y concluye este pasaje: ”Así, se nos hizo visible en varias ocasiones, que la norma del argentino ´ideal´ estaba modelada a partir de las características de los grupos sociales de cierta posición y de piel blanca, contraponiéndose implícitamente con la de los trabajadores manuales, los más pobres, los incultos´, los menos ´decentes´ y los de tez morena”(…)”Y ya que la Argentina era un país de inmigración y de cultura europea, los argentinos de verdad tenían (N de la R: subrayado del autor) que ser blancos”(pp.86-87)
Adamovsky nos irá mostrando en esta obra esclarecedora cómo el sistema educativo implementado por la Generación del ´80 trató de domesticar a las masas populares; cómo los medios contribuyeron a la conformación de una imagen del “deber ser” social de nuestra “clase media” que –por diversas razones- al fin y al cabo no sería más que una “identidad subjetiva”, asegura.


La irrupción del peronismo a mediados del siglo pasado ciertamente significó una fenomenal ruptura del orden social establecido por las clases dominantes. La chusma, la negrada, los cabecitas, los “grasas”, las mujeres se hicieron ahora visibles y “naide es más que ninguno”. Imperdonable. Perón y Evita, íconos del proyecto nacional y popular encarnado por el justicialismo a mediados del siglo pasado serán estigmatizados de mil maneras por el poder, ahora seriamente amenazado.
“Algo había sido violado. ´La chusma´, dijo para tranquilizarse….´hay que aplastarlo, aplastarlo´, dijo para tranquilizarse. ´La fuerza pública´, dijo, ´tenemos toda la fuerza pública y el ejército´, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”. Así culmina “Cabecita negra” (1961), ese cuento magistral de Germán Rozenmacher que mostró como ninguno qué significó para amplios sectores de clase media el ascenso de los trabajadores con el peronismo. Esa necesidad de diferenciarse de las masas populares más que nada por cierto nivel educativo, su origen europeo y el color de su piel. Porque desde el punto de vista económico no son más que “trabajadores de cuello blanco”, asalariados calificados, imitadores de hábitos y costumbres de las clases superiores. De allí esa compartida “identidad subjetiva” que mencionamos arriba citando la investigación de Adamovosky.
Y curiosamente, fue el peronismo quien permitió el ascenso social de estos grupos sociales aliados a los “demócratas” que luego retrotrajeron sus conquistas sociales a condiciones de décadas anteriores; pero además, en nombre de la “libertad” persiguieron, silenciaron, reprimieron y fusilaron a grandes mayorías del pueblo argentino. En fin, después de 1955 perdimos todos. Irremediablemente.
Pero no aprendimos de la experiencia histórica. Cada tanto reaparecen expresiones racistas y xenofóbicas.
La fiesta neoliberal de los ´90 produjo la más feroz recesión social de que se tenga memoria en Argentina. Miles y miles de excluidos y desocupados salieron a las calles para reclamar trabajo y dignidad. Organizaciones sociales y sindicales cortaron calles y rutas a lo largo y ancho del país. Los “piqueteros” son la cabal representación de una década de infamias y humillaciones para el pueblo trabajador. Hasta la clase media se sintió agredida al verse pauperizada y en vertiginoso descenso.
Hace pocos días-en un contexto muy diferente- los sucesos del Indoamericano y Albariños mostró hasta el paroxismo, debido a la multiplicación mediática, cuánto de discriminación y violencia anida en nuestra sociedad.
Leña, muerte a los villeros, que se vayan los perucas, bolitas y paragüas. Basta de mantener a esos vagos que no quieren trabajar, no fomentemos la vagancia. “¡Qué país generoso!”, le dice una mujer-maestra ella-a otra frunciendo la cara en la cola del cajero del banco. Compartían la fila con los negros, feos y sucios que esperaban cobrar la Asignación Universal. (Doy fe. Fui testigo involuntario esa violencia verbal, de ese acto despreciativo en boca de personas que para mejorar sus ingresos trabajan doble turno en las escuelas, según sus propios dichos y que no era mi intención escuchar)
“El desprecio por el cabecita negra, su rechazo por parte de la pequeña burguesía liberal y democrática, muestra hasta qué extremos el prejuicio impregna nuestras racionalizaciones. Reconocer en él, en el provinciano, al hijo del país, a una de nuestras partes, significa lisa y llanamente aceptar el viejo conflicto entre capital y provincia, entre unitarios y federales, entre ejército regular y montonera, entre gobierno patriarcal y gran puerto fenicio. Es algo que está más allá de las racionalizaciones del pequeño burgués, liberal y democrático, presionado por su realidad económica, por su desmesurado sueño de grandeza, por su deseo de ingresar, económica y espiritualmente, a la clase alta. Obsesionado por su status, por su apellido gringo, por su falta de tradición, se siente, en su rechazo al cabecita negra, aliado a los que mandan. Ellos y él, por fin, tienen algo en común. Sin embargo, esto no deja de ser una ilusión. Ser diferente, ser gente, ser bien, significa no tener nada en común con ese intruso, que nos recuerda un origen humilde, de trabajo, de pequeñas humillaciones cotidianas. En. esta fantasía, el pequeño burgués transfiere sus propias carencias al cabecita negra: el otro es el indolente, el ignorante, el poca cosa, el advenedizo. ´Ahora tendrán que trabajar´, dice en 1955, a la caída de Perón. ´Los negros volverán a la cocina´ hubiera dicho cien años antes, después de Caseros” (Ilustrativo y siempre vigente análisis de Pedro Orgambide, revista Extra, 1967)
Estas actitudes explican de alguna manera el apoyo que recibió el denominado ”campo” en su corcovo destituyente cuando el gobierno nacional osó meterle la mano en el bolsillo (el más sensible de los órganos del ser humano, claro)
Aceptémoslo. En Argentina existieron y existen actitudes racistas. Por acción u omisión. No importa. Pero vale la pena ponerlo en palabras. A modo de exorcismo o de reto intelectual.
Desde 2003 hasta ahora, impulsados por un modelo neodesarrollista con justicia social, se han vuelto a visibilizar los sumergidos de nuestra historia. Y eso otra vez molesta, genera rechazo, odio, resentimiento. Saca lo peor de nosotros. Se justifican ligeramente la represión y la violencia contra los negritos, los villeros, los inmigrantes, los homosexuales.
Pero el color de la piel, el género, la elección sexual, en última instancia esconden tensiones sociales que cuando encuentran situaciones favorables se patentizan. La política, no por casualidad, es el vehículo más apto para su injusta permanencia en el tiempo o su paulatina solución de acá en más.
Depende de qué partido tomemos.

* Poeta y periodista