sábado, 22 de mayo de 2010

Balada del caminante



A Quique Varela

I

Sólo una vez caminaremos sobre las aguas

Nicolás Cócaro.

Eres también mi madre y su aroma de joven mujer

que va viniendo por el patio fresco. Se inclina hacia mí como una flor

y me alzan sus brazos hasta unos labios plácidos.

Eres la enramada, la higuera, el laurel, el agua inmóvil

en mi cara otra vez,

esta mañana ciega, ardua,

como la loza de todos tus muertos que son también los nuestros.

Y mi padre que silba y las palomas lo coronan por increíblemente bueno.

Lo arrullan con alas de franela tibia. Y él, silba siempre milongas.

Son canciones que no conozco todavía. Y es alto. Un roble. Una montaña

de tristeza que sueña con tardes largas, pajareras reales, la senda del maíz,

gomeras jubilosas. Espera y sueña. Silba. Todavía espera. Todavía canta.

Y sólo yo sé que está soñando.

Porque yo también soñaré con él, con ellos, contigo.

Y te veo hermosa, monstruosamente bella vestida con harapos de seda.

Seductora y fatal como en los tangos. Aunque tus manos sangren

y de tus pechos mane leche áspera.

Es infinitamente fugaz ese beso que me dejas al pasar

porque luego suenan y rechinan los cascos de negros caballos

disparados contra la multitud

y los sables en alto serán largos relámpagos de estío y entonces, solo, en un rincón,

estoy llorando.

Pero ella después, abultó su cintura y veo a mis hijos correr despreocupados,

a las palomas volar en círculos desnudos, a Juan Pascual que camina

por unas vías silenciosas, a Santos, que quizás sonría ahora como una efigie

sin tiempo, la escarcha filosa en la batea y un sol de fuegos crueles

que me ciega y por eso estoy llorando, esta mañana,

solo,

con mi sombra detenida en un patio con baldosas rojas y banderas sin manchas

todavía.

Es que todos estamos cantando. Porque siempre estaremos juntos.

Como ahora, cuando siento un apretón de manos tibias, unos corazones abiertos

como granadas dulces

en la huerta quieta, que huele a lavanda, a jazmín, a romero.

Y así cantaremos, compañeros, del brazo y por la calle.

Hasta que se trunque esta luz nodriza que siempre me estará llevando

hacia la boca del silencio. Atrás. A tu regazo limpio de crímenes impunes

y traiciones.

Limpio y puro. Hasta la eternidad. Hasta tu placenta en luz.

Así te sueño cuando llegue para dormir: niño, hambriento de tierra negra.

Y siempre me amarás, aunque te escupa y te maldiga entre hipos

y pudores de macho acosado. Seré de todos y profundamente tuyo.

Con todos tendré la carne en flor, lombrices, sueños podridos.

De todos, yo.

Y también los míos. Los nuestros. Los nuestros, Patria: los soñadores,

mi padre, mi madre, mis hijos. Los que decidirán un día tu destino

de madraza doliente, los que volverán a matar en tu nombre, los que te engañaron,

los que te mintieron a sabiendas. Todos, Patria, todos sobre tus paños

de bosta tibia que esta mañana de Mayo con clarines

y puñales, están humeando como un trago de ginebra, como un tren

sin fin y sin destino, como esta puteada que se dice entre dientes

al golpear un yunque con martillos de esperanza,

II

Y sobre ellos arde la memoria

zarza que no se consume

Odiseas Elitis

¡Oh, jardín de huesos sin nombre!

¡Oh, territorio real de la albahaca, la pasión inaugural, el sapo!

¡Oh, Patria!

De ti y de mi madre tengo todo esto que soy:

las manos pequeñas en los bolsillos de un tapadito azul marino

mientras caminábamos juntos en la bruma hacia una vencida y herrumbrada cruz,

hace ya tantos años y tanta infancia yerta

y la certeza de una muerte incierta,

y el agua fría y dura que me está mojando el rostro,

y el sendero desbrozado y claro que me llevará seguro hasta tu entraña,

y los sueños que olvidó mi padre entre fuelles desolados y naranjas ebrias,

y esos ejércitos sin rostro ni medallas ni galones puesto a morir allá en el lejano sur,

y esos seres palpitantes que te habrán soñado también la faz y el alma,

como yo, como los míos,

como la mujer de cabellera en racimos sobre la espalda blanca

que ama sin reparos mi pobre carne, mi sed, mis miedos, mi palabra insurrecta.

Todos.

Son los nuestros, Patria. Todos ellos. Nosotros, tus hijos: medio chorros y astronautas, siempre desterrados aún en el regreso, indolentes hasta lo imposible,

moreiras rocanroleros, estatuas sin biógrafos ni rótulos, loquitas ilustres, políticos

en carnaval, pilatos y césares y judas de ocasión, algo cobardes y soplones, manosueltas, valientes en tren de justicieros, mitómanos insomnes, generalmente poetas; todos, Patria, todos los que en ti somos.

En ti crucificados:

¡Oh, Patria!

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